martes, 29 de abril de 2008

Y leer, leer, leer.


En mi penitencia semanal, que repito religiosamente cuatro veces por semana, vuelvo a casa en tren. Acepté un trabajo que me obliga a desplazarme en este transporte público o no, que al principio adoraba y que poco a poco se está convirtiendo en un calvario de los de padre señor mio. Encerrado en esos túneles móviles dónde todo es posible, cada viaje es un viaje. Uno encuentra de todo. De cada casa, lo mejor. Yo incluido, por supuesto. Entre muchas de las cosas en que ocupo esa hora y cuarto mi preferida, es mirar. Sí. Mirar y fabular.
Hoy, delante de tres compañeros de viaje que jamás escogería para ver mundo, para hacerme unas cañas o para ir a la ópera, una muchacha joven. Ni guapa ni fea, del montón que diría Pastora. Entre sus manos, un libro. El primer y último trabajo, de momento, de Albert Espinosa.
Me pongo a darle a la neurona y recuerdo esos momentos de belleza extrema que nos brindan los libros. En primer lugar, su tacto. Después, el hojeo de sus páginas en busca de esa fragancia que desprende el recién nacido de imprenta que tanto me gusta. Más tarde el título y la contraportada. Finalmente, una de las secuencias más bestias: abrir el libro lentamente por la primera página, ver que está en blanco; la segunda, el título, editorial y ISBN; la tercera, el índice; finalmente, la primera página de texto. La primera línea. Y ya está. All that jazz. Ese intervalo des de que abres el libro hasta que llegas a la primera linea, no tiene precio. Otro momento brutal, el final. La historia de amor entre lector y libro, llegando a su fin. Y no quieres que se acabe. Y quieres que se acabe. Ese tira y afloja, tampoco tiene precio. No puedes dejar de pasar páginas y leer, leer, leer.
La chica del montón está leyendo las dos últimas páginas. Momentazo pienso. La miro. Está poseída por las páginas de Espinosa. Me muero de envidia porque no conozco el libro, no sé que está pasando, quiero saber y no puedo. De repente, suena su móvil. Se atomenta la vecina. Un tragedia en mayúsculas presiento. No lo va hacer, no va a ser capaz. Mi corazón se acelera. Me pongo de rodillas y ruego, suplico, imploro a los dioses que no lo haga. Ella duda un instante y coge el teléfono. Deja caer el libro en sus rodillas como si fuera un simple y vulgar trozo de papel.

Seguro que la llamada podía esperar. Seguro. Chica del montón, te has cargado un momento irrepetible y además me has jodido el resto de día.


Mi amigo Juan confiesa, engulliendo un par de croquetas de bacalao, que lo único que ha leído en su puta vida han sido las novelas del oeste de Estafanía y acabó dejándolo porque su exmujer de aquél entonces, estaba colgada del teléfono veinticuatro horas non stop y él no podía concentrarse en los prados, los búfalos, las flechas y los indios. Lo que son las cosas.

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