viernes, 29 de febrero de 2008

Juan El Flecha


Creo que todo empezó a la temprana edad de tres o cuatro años.
Juan robó tres galletas y un tarro de Nocilla, delante de la ingenua mirada de su madre. La carrera duró apenas 7 segundos y algunas décimas. Más tarde, ya con siete u ocho años, volvió a salir a la carrera. Un radiocasete estéreo que le había lanzado su hermano mayor y el había cogido al vuelo, recién birlado de un Supermirafiori Special. Esta vez la carrera duró 4 minutos y 15 segundos. El tiempo exacto que transcurrió desde que empezó a correr hasta que recibió un tremendo guantazo de la susodicha madre, ya no tan ingenua, al no poder responder a la pregunta: “¿De dónde coño ha salido eso?”.

Juan, con diez u once años ya conocido por todos como “el Flecha”, era el tío más rápido del barrio. Corría como nadie. Y eso se valoraba mucho. Los manguis no dudaban en recurrir a sus servicios. Era una pieza clave y un valor seguro. Se decía que cuando el Flecha empezaba su carrera se levantaba el polvo. Se decía que sus zapatillas estaban encantadas. Se decía que Dios le había dado el don de la carrera, por eso de que Dios nunca se olvida de los más desfavorecidos. Se decía también, que había nacido con dos corazones y cuatro pulmones. Se decía, se decía, y él corría y corría.

El Flecha, con catorce o quince años era el tipo más respetado del barrio. Su madre, orgullosa ahora de su hijo, le felicitaba después de cada carrera. Su padre, se cascaba unos tintos a su salud desde la atalaya celestial. Sus colegas lo recibían con aplausos y besamanos después de cada carrera. Los vecinos lo aclamaban a su paso. Todo un general del choriceo. Un superhéroe de barrio. Un campeón.

Diana, la más bella de las doncellas de los castillos de cañas, barro, uralita, cartones y demás, no le quitaba ojo. Gitana y morena, luceros del alba para el Flecha en sus largas noches en vela. Nunca, jamás, se habían cruzado palabras. Les estaba terminantemente prohibido. Sus familias estaban enemistadas a muerte desde hacía un tiempo por rencillas que ahora no vienen al caso. Una partida de mus perdida, un perro muerto sin intención alguna, una deshonra de una púber o un hachazo en la cabeza sin querer, qué más da. Sea lo que fuere, el destino lo decía bien claro: esta flecha no es para esta diana y esta Diana no es para el Flecha. Pero ya se sabe, no hay amor prohibido que no sea profanado. Y es que el Flecha, con dieseis o diecisiete años, se convirtió en Cupido y se lanzó dispuesto a atravesar a su diana. Y Diana abrió el pecho y se dejó atravesar por su flecha.

Órdenes de búsqueda y captura de los amantes. Recompensas por sus cabezas. Acosos. Persecuciones. Y es que El Flecha decidió correr su última carrera. Diana subió a lomos del más rápido. Jinete y caballo al galope, desaparecieron del barrio dejando una nube de polvo.

En el amor, ya se sabe, quién no corre vuela. Y si no vuelas, te quitan el pájaro de la mano y ves pasar a los cientos volando.

No hay comentarios: